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Relato ganador en el XXII Certamen Literario Evaristo Bañón

 

Modalidad: Narrativa

Autor: Juan Tecles Sánchez

Título: UN DÍA EN BENARÉS

 

   Son las seis de la mañana y el despertador biológico —no dispongo, ni falta que me hace, de un aparato convencional que me diga a la hora que tengo que ponerme en  modo on— me alerta de que ha llegado el momento de  interrumpir el descanso y conectarnos con el mundo de los activos para comenzar una nueva jornada que nos llevará a descubrir, y seguramente gozar, de una ciudad hasta ahora desconocida para nosotros.

   Estamos disfrutando de unos días de holganza —que al final del periplo resultarían ser mas duros y estresantes que los habituales del trabajo cotidiano— en una ciudad  emblemática, sobre todo para el  mundo que abraza la religión hinduista, donde la tradición dice que el dios Shiva echó los restos en los momentos de su fundación.  Esa ciudad no es otra que Benarés —Varanasi, en la lengua hindi—, donde se rezuma espiritualidad por doquier, repleta de innumerables templos centenarios y poblada por una gran diversidad de gentes variopintas, tanto por sus vestimentas como por su aspecto físico, que le otorgan unas características propias e incomparables a cualquier otro lugar de los que ya hemos visitado y conocido hasta ahora en nuestro viaje.

   El Sanctasanctórum, el epicentro donde se manifiesta en todo su esplendor esa multiplicidad de peculiaridades, de rasgos distintivos que la hacen única, se localiza en las orillas del río sagrado que le da la vida: el Ganges, jalonado en su ribera por un centenar de ghats cuyas escalinatas dan acceso a las zonas dedicadas a las abluciones, en las que los fieles persiguen purificar sus pecados, y a las plataformas crematorias, donde los vivos incineran a los traspasados en una representación fantasmagórica del último acto del teatro de sus vidas terrenales.

   De un salto abandono el lecho que me ha permitido un descanso merecido después del ajetreado día de ayer y una vez acicalado convenientemente,  junto a mi buen compañero de viajes y mi inseparable mochila, nos dirigimos al lugar en el que previamente habíamos concertado con un guía local. Caminamos por la todavía despejada ciudad, bajo una luminosidad incipiente,   hasta llegar al lugar acordado y allí estaba esperándonos haciendo gala de una puntualidad exquisita ­­—supongo que fruto de secuelas reminiscentes del colonialismo británico—, sentado  sobre la borda de una pequeña embarcación de madera sin ningún motor que pudiera perturbar la paz que se respira a la orilla de un río calmado donde sus aguas parecen sufrir un alto grado de contaminación pero que, sin embargo, a los propios usuarios les parece, además de sagrado, puro.

   Cuando me acerco a la silueta recortada que se atisba en la penumbra del amanecer  descubro a una persona distinta a la que habíamos contratado el paseo el día anterior. Es un muchacho joven, de color aceitunado, escaso en estatura, delgado pero fibroso, con el pelo negro azabache, lacio y brillante, acabado en un flequillo sobre la frente; cejijunto y de ojos más oscuros, si cabe, que su cabello. Su penetrante mirada, precursora de un gesto de su mano, nos invita a subir sobre lo que según mi criterio aparenta ser un inseguro bote. Sin mediar más palabras que las justas de los saludos de cortesía, nos encaramamos sobre la inestable pieza de museo, que a pesar de ello, flota, y a fuerza de remadas tranquilas, pausadas, pero rítmicas y constantes, el barbilampiño barquero va accediendo hacia el interior del río donde podemos apreciar una cantidad ingente de  desechos de todo tipo que se desplazan rápidamente por su superficie; incluidos los hinchados cadáveres de las vacas, que por su condición de sagradas son echadas al río después de su muerte. No tuvimos la oportunidad, y me alegro de ello, de ver como flotan también libremente en este río sagrado los cuerpos sin vida de niños recién nacidos, de mujeres embarazadas, de leprosos, o cualquiera que muera como consecuencia de una mordedura de cobra. Todos ellos están exentos de pasar por el proceso de la incineración y autorizados a que sean lanzados directamente a las aguas del río, amarrados a un lastre que los hunda en el fondo, aunque es  bastante habitual que salgan a flote y recorran la orilla con toda naturalidad mientras que los fieles practican la purificación de sus cuerpos y sus almas.

   Nos deslizamos a favor de la corriente acompañados solamente por el leve chapoteo que origina el contacto de los remos sobre la superficie del agua,  cuando ya el sol comienza a desperezarse en el marco de un horizonte multicolor, obsequiándonos  con sus primeros rayos de vida que dan inicio a  un nuevo amanecer. Mientras tanto, como un singular hormiguero, miles de creyentes se mueven por todas partes, oran o cantan, entran y salen de las orillas del río sagrado por excelencia, donde unos creyentes intentan purificar sus culpas y otros, los que ya han finiquitado su paso por la vida, pretenden beneficiarse de la generosidad de los dioses aligerando su propio ciclo de reencarnaciones.

   Todo este ritual, cotidiano para ellos, convertido para los visitantes como nosotros en un espectáculo entre místico e intemporal, me incita a tomar la cámara y plasmar en ella lo que para mí ya está en los archivos de mi memoria. Justo en ese instante el guía, agarrado a los remos que no deja de mover, me dirige una mirada reprobatoria y entonces recuerdo lo que nos advirtieron ayer, en un castellano de infinitivos, cuando concretamos este recorrido: «Tú no poder usar cámara de fotos cuando ir en barca. Si alguien ver que fotografiar, ellos enfadar mucho, quitar cámara y romper en suelo con pie». A pesar de ello, la ocasión es muy especial y me atrevo a pedirle, con una mirada de súplica, que haga la vista gorda, y mientras él gira la cabeza hacia el otro lado resignado y confiando conseguir una suculenta propina por su negligente actitud, yo aprovecho para tomar unas interesantes instantáneas que ocuparán, sin duda, un lugar preponderante en el álbum del viaje. Envueltos por un continuo murmullo de respetuoso silencio seguimos disfrutando de la belleza de un inmenso y explosivo mosaico de colores en movimiento que, como una marabunta humana, cubre las escalinatas de toda la orilla y cuyo origen está en la diversidad de vivas y vistosas tonalidades en las sedas  de sus indumentarias  —los Saris para las mujeres y los Dhotis para los hombres— y en el conjunto de los tornasolados edificios que,  como un gran telón de fondo, enmarcan el maravilloso espectáculo. Continuamos navegando con calma río abajo, aproximadamente durante una corta hora,   acompañados de unas cuantas embarcaciones con turistas como nosotros y escoltados por otras que cumplen la función de tiendas flotantes en las cuales te puedes abastecer de algún que otro recuerdo y, el barquero, con la misma suavidad con la que comenzamos el viaje, busca la orilla y se arrima a un rústico embarcadero donde echamos pie a tierra para dar por finalizado el enriquecedor recorrido.

   Despedimos a nuestro acompañante y nos dedicamos a consumir las siguientes horas visitando templos solemnes y vagando por una ciudad repleta de gentes activas que pululan por sus calles; grupos en procesión camino de un ghat  que canturrean oraciones mientras transportan las parihuelas en las que yace el cadáver de un familiar; niños que juegan y quedan boquiabiertos cuando escuchan sus propias voces y risas en la reproducción de una grabación que les registramos previamente; un tráfico rodado donde  coches, autobuses, motos,  rickshaw o tuk-tuk, bicicletas o cualquier otro medio de transporte, siempre super ocupados, a velocidades endiabladas y con un fondo musical de miles de bocinas que suenan por doquier, configurando un entramado circulatorio que, para nosotros, occidentales, podríamos considerarlo como caótico pero que los oriundos tienen totalmente asumido y controlado. Y entre toda esta anarquía urbana: las omnipresentes vacas, cuyo rol de sagradas les otorga el beneplácito del respeto y la veneración de todos, permitiéndoles, además, deambular entre el gentío y el tráfico sin ningún impedimento ni cortapisa. Si una vaca se para en medio de la calle; el tráfico se detiene hasta que el venerado animal decida reanudar la marcha. Si se tumba en medio de la acera; los peatones la rodean y siguen su camino sin molestarla.

   Llegado el momento, cansados de patear la ciudad y de soportar el agobiante calor, nuestros estómagos nos hacen saber que es la hora de reponer fuerzas y  para hacer realidad esa súplica vital decidimos comer algo en un típico puesto callejero de los muchos que hay repartidos a lo largo y ancho del país.  Nos decidimos por dos Samosas y dos Pakoras para cada uno de nuestros estómagos famélicos, servidas en sendas hojas de platanero; muy picantes,  pero riquísimas.

   Ya entrada la tarde, mientras observamos plácidamente como el sol da carpetazo a la luminosidad del sofocante día mientras se esconde tras un purpúreo horizonte, apoyados sobre una baranda con vistas al sempiterno río y a las múltiples  ghats, con sus hogueras-crematorios en plena actividad, se nos acerca un benefactor del turista descarriado y nos ofrece —cosa inhabitual e impensable para un viajero— la posibilidad de bajar hasta uno de ellos donde poder vivir de cerca la sagrada ceremonia de la cremación de un cadáver. Nuestro asombro y escepticismo ante la propuesta, en principio, nos hace tomar el ofrecimiento  como una broma pero el nuevo guía nos asegura que la proposición va en serio, lo cual hace que nuestra sorpresa inicial se torne en una oportunidad ilusionante y única. Negociamos con él la cantidad que nos va a costar este privilegio y tras llegar a un acuerdo emprendemos el camino escalones abajo. La noche ya está presente. Mientras nos desplazamos con cierta reticencia y cargados de mucho respeto, saltando sobre siluetas recortadas en las sombras  de cuerpos inertes envueltos por telas blancas con apariencia de momias que esperan su turno para ser incinerados en presencia de quienes fueron sus seres queridos, las aguas oscuras y tranquilas del Río Sagrado reflejan el fuego trémulo  de las hogueras permitiendo que mis ojos sean testigo de una postal única e impresionante que he retenido para siempre en los registros de mi memoria —en esta ocasión, por razones obvias, aunque me habría gustado, no me atreví a desenfundar la cámara fotográfica—. Seguimos superando escalones a la estela del casual cicerone, intentando salvar los obstáculos inanimados que los ocupan, hasta que llegamos a la plataforma donde se está procediendo al ritual de la cremación. Si antes, según descendíamos por la escalinata, el hedor en el ambiente de la carne quemada agredía el sentido quisquilloso de mi olfato occidental, ahora, justo al lado de la pira, la sensación es insufrible; inconveniente que no parece importar a ninguno de los que comparten la liturgia mientras giran y salmodian alrededor de la crepitante y fantasmagórica silueta de la falla humana sin que, aparentemente, les afecte en lo más mínimo. Me hago una reflexión: «seguramente es una cuestión de costumbres».

   Desde aquí, junto al cadáver que se está quemando, quien con este último acto consuma su paso por esta vida terrenal en cumplimiento de lo que son sus propias creencias, observo a mi alrededor como unos niños, portadores de sendas latas de hojalata con un alambre como asidero, recorren los restos de las piras que ya han acabado con el sacro proceso, a la espera de un próximo cliente, para llenarlos con las ascuas que todavía persisten en su ignición y que sus padres utilizarán más tarde como preciado combustible gratuito en los fogones de sus hogares. En las inmediaciones, un perro famélico merodea el lugar, quién sabe con qué intencionalidad, y es entonces cuando decidimos que el momento de dar por finalizada la experiencia ha llegado. Le hago una indicación a nuestro valedor en este tétrico acto y comenzamos a desandar las empinadas escaleras hasta ganar la calle. Pago con gusto y en demasía la deuda contraída por los servicios prestados, porque la experiencia vivida lo ha valido con creces,  y con las expectativas del día más que cumplidas regresamos a nuestro humilde hotel mientras nuestras pituitarias no dejan de recordarnos durante el trayecto el espectáculo que acabamos de presenciar. Una sensación que persistiría hasta varios días después y que todavía sigo experimentando cada vez que el recuerdo de esta secuencia inolvidable del viaje vuelve a mi memoria.

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